El desastre global llamado Bayer-Monsanto


Un agricultor estadounidense recibió una indemnización de $265 millones el pasado viernes 14 de febrero, luego de que un juzgado determinara que su plantación de melocotones había sido destruida por el herbicida “Dicamba”, propiedad de la alemana Bayer. El compuesto representa solo uno entre docenas de venenos puestos en el marcado por la firma que en 2018 compró Monsanto, una de las multinacionales más vilificadas de la historia (con total justicia).

Con la adquisición de la agroquímica de origen norteamericano, Bayer heredó la pésima imagen de Monsanto y sus decenas de miles de demandas judiciales por daños. Pero si Bayer gozaba de una buena imagen antes, ello se debe a su poderoso departamento de relaciones públicas y no a su respeto por el consumidor, el ecosistema o cualquier otra cosa distinta del bolsillo de sus accionistas. Como veremos, desde su creación, Monsanto y Bayer mantuvieron una relación bastante cercana.

A los pleitos legales causados por el efecto cancerígeno de los productos que antes eran de Monsanto –como el famoso Roundup–, se suman los ocasionados por la mencionada destrucción de cultivos: sus herbicidas y pesticidas suelen volatilizarse y contaminar las tierras aledañas a aquellas donde son aplicados, destruyendo toda la vida que no ha sido genéticamente modificada para resistir los potentes venenos que ya se encuentran diseminados por el ecosistema y en millones de seres humanos. Según el granjero estadounidense beneficiado por el fallo judicial, ello sería una estrategia para llevar a los afectados a sumarse al monopolio agroindustrial de la compañía. Además, ha minado las buenas relaciones entre granjeros vecinos, que en algunos casos se acusan mutuamente de reusar semillas que son propiedad intelectual de la industria agroquímica.

Pero para entender la naturaleza de las operaciones de multinacionales como Monsanto o Bayer es mejor mirar hacia la periferia. Es en países precarios y corruptos del tercer mundo donde estas multinacionales europeas y norteamericanas suelen llevar a cabo lucrativos crímenes que sus sociedades, mejor preparadas culturalmente para el asalto neoliberal, jamás tolerarían. Entre la anomia, la ignorancia salvaje y la precariedad, sus ejecutivos compran políticos por docenas y juntos esquilman a una ciudadanía distraída, engañada por una fachada democrática que lo invita a confiar en lo que hace su sistema político, particularmente cuando se trata de importar el supuesto “progreso tecnológico” del primer mundo.

En el caso paraguayo, los cultivos transgénicos llegaron “con el viento”, sin ninguna autorización legal, desde Argentina y Brasil. Tal como en el caso del pesticida volátil que destruyó el sustento del granjero norteamericano citado, pero en una escala bastante mayor, los cultivos genéticamente modificados también viajan con el viento –o son ilegalmente introducidos–, expandiéndose mucho más allá de lo legalmente aceptado. En México, donde se protegió la diversidad del maíz prohibiendo el cultivo transgénico, hace ya muchos años se encontró que su milenario producto estaba contaminado con genes artificiales. La razón: si bien no se cultiva en México, el maíz mutado para consumo humano llega de EE.UU. subsidiado, destruyendo la sostenibilidad de la agricultura mexicana y contaminando las variedades locales por proximidad a cultivos locales.

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